Es tanto lo que pienso y lo que siento que no soy capaz de avanzar más allá de la cuarta línea. Este es el quinto comienzo, tras la lucha entre razón y corazón por imponer sus coordenadas.
“¡Dejad de pelear!” -les digo-. “Aliaros, por favor”.
Pero vuelven a la trifulca y vence el corazón. Quizá Vd. hubiera preferido mis razonamientos. Puede que hubiera distanciado el tema y el artículo, cobrando más enjundia e interés literario y reflexivo. Pero lo cierto es que hoy mi razón no es capaz de encajar ni una sola pieza de este maldito puzzle de la muerte. Sin embargo, el corazón cabalga de tal manera bajo mi pecho que apenas me deja respirar. Es como un joven potro desbocado, relinchando: “este es mi hipódromo y aquí mando yo; cuando se interpone la muerte, tu habitual impostura, querida compañera, bien sabes que no tiene ni un pasito de niño; nadie te hace caso. Sólo cuento yo. ¿Te suena?”
Así que aquí estoy, con mi corazón al aire, esperando su comprensión, de Vd.
La historia nos ha hecho creer que la hacen los hombres que logran ponerse en primera fila del gran rebaño humano. Craso error. La auténtica, la verdadera Historia la escribe el abierto a la verdad, que cumple con su deber y regala a los demás compañeros de viaje su sudor, sus experiencias, sus lágrimas y sus sonrisas.
Hoy les hablo de uno de estos hombres. Fue conocido y admirado entre su círculo de amigos, que no fueron escasos, pero tampoco muchos. Sabía de variadas cosas, aunque su fuerte era la vida. No alardeaba de nada, pero se fue forjando durante 94 años, día tras día, unos pocos principios de oro que iba obsequiando a todo el que estuviese interesado. No conoció cátedras, ni dialécticas hegelianas, pero su interés por la lectura y el conocimiento era tal, que sacrificó lo mejor de sus fuerzas a que sus hijos le superasen en conocimientos.
Se empapó en la cultura del campo desde que nació un 10 de octubre de 1919. A los 12 años ya dirigía la yunta de vacas trazando surcos de punta a punta de la tierra; cuando llegaba al final y había que girar, llamaba a su padre Florencio, pues con su altura y fuerzas no era capaz de levantar la rabiza del arado. Hoy sería un niño explotado. Entonces él se sentía feliz de colaborar al sustento de un hogar donde, además de sus 9 componentes, siempre había un jergón y un plato dispuestos para necesitados de paso: afiladores, gitanos, guardias civiles, hojalateros…Todos colgaban su condición al sobrepasar el umbral para charlar amigablemente, al calor de lo humano. La puerta de aquella casa jamás tuvo una llave echada. Esta fue su escuela de infancia.
Su primer salario lo cobra como pinche en las obras del ferrocarril de Puebla de Sanabria a Orense, andando y desandando todos los fines de semana 15 kms entre Requejo y Cervantes. Sobre los 17 años se enrola en Telefónica, cargando con rollos muy pesados de cable, torciendo sus tobillos con los trepadores que le subían a colocar las palomillas de sujeción del tendido y con los que había que descender, tirándose materialmente a tierra, al ruido de la aviación republicana, bajo los gélidos inviernos de la Rioja, Navarra o Teruel.
Dura infancia. Cruel adolescencia. Estúpida juventud: a los 18 años, de pronto se ve tirando tiros sin saber por qué, ni para qué, ni para quién. Él nunca reivindicó la memoria histórica. Él sólo quería olvidar aquella sinrazón, recordando el intercambio de tabaco con sus “enemigos” en el frente de Toledo (¡Gila no inventó nada!), y trueque de latas de sardinas o “aceitunas que recolectaban en los ratos libres” por un poco de coñac o aguardiente para combatir el frío invernal de los Montes de Toledo. ¡Y le llamaron la quinta del biberón! Dedicó los seis años y medio mejores de su vida, a la milicia…, que nunca le devolvió nada.
El único fruto personal de esos años fue una mujer, a la que adoró siempre, y a la que entregó en cuerpo y alma sus últimos cinco años, cuidando un Alzheimer que le ha sobrevivido a él. Juntos han hecho más Historia que todos los gobernantes inmortalizados en los libros y calles, con sus vacas, sus ovejas, sus cultivos, sus siegas de centeno, su tienda de ultramarinos, su bar hasta …”las tantas”, tratando de acompasar los tiempos que vivían… y tirando de sus tres hijos para arriba, contándoles cuentos primero, ayudándoles con los deberes después, comprando libros que, metidos en un cajón, ponía a nuestra vista para encariñarnos con la lectura y donde yo aprendí a amarlos hasta la contemplación. Y renunciaron a su compañía –la de los hijos- sin escatimar sacrificios, porque a su lado no había colegios donde estudiar más allá de la escuela, ni futuros mejores que alcanzar.
Este hombre magnífico, Emilio, fue mi padre. Quizás a Vd., no le interese mucho –lo comprendo-, pero yo le debo la vida y sus valores – esos que ahora nos importan tanto a todos- y que siempre han marcado mis pasos.
En la razón…hay otros argumentos. Acaso los exponga cuando el combate entre uno y otra se iguale. Hoy es imposible. Aunque en una cosa coinciden ambos: Emilio era, sencillamente, bueno. Gracias padre, abuelo, bisabuelo y esposo, por haber logrado ser lo que se debe ser: con pocas soflamas, con mucho ejercicio de sentido común, sensatez y buenas obras. Sólo los sensatos, honrados y consecuentes con sus ideas, o sea, los buenos, deberían pasar a los libros de Historia. Entonces, todos seríamos mejores. Y así, también el conjunto de la sociedad. Por eso este escrito se lo dedico, primero a él, pero también a todos los que con su misma sencillez contribuyen a que seamos todos mejores.
Baldo Llamas R.
2 de enero, 2014
(Publicado originalmente en “La Nueva Guía” –Febrero-2014)
Emilio Llamas ingresó en la Residencia de Ntra. Sra. de la Soledad y del Carmen el 21 de diciembre de 2009 y falleció el 25 de diciembre de 2013 a los 94 años.