Con el fallecimiento reciente de nuestra madre, y el de nuestro padre ocurrido hace casi tres años, se cierra definitivamente un capítulo de nuestras vidas que ya no se volverá a abrir salvo en el ámbito de la memoria, ese espacio singular en el que lo vivido adquiere tantos matices, que se hace difícil discernir que fue real y que imaginado. Así que no es fácil mirar hacia atrás para escribirlo después.
Y sin embargo, ese esfuerzo por escribir merecería la pena aunque solo fuera por afecto hacia ellos, hacia nuestros padres, pero también porque se trataría de contar su “pequeña historia”, la de tanta gente corriente que con su trabajo de cada día, con sus infortunios y alegrías, hace posible que se pueda construir la historia grande, la que al final pasa a escribirse en los tratados o en las enciclopedias. A esa “pequeña historia” es a la que queremos contribuir contando la de Eliseo Bogónez y Antonia Peláez, nuestros padres, con este Relato de Familia.
Eliseo y Antonia, han sido sobre todo gente trabajadora, muy trabajadora. Iniciaron ese camino desde muy pequeños, en tiempos en que ayudar en casa era necesario para sobrevivir, no solo para educarse. Sobre todo Antonia, que muy pronto, a los 12 años, perdió a su madre y tuvo que ejercer de ama de casa y madre de sus demás hermanos. Eran otros tiempos sin duda.
Poco después de casarse, a finales de los años 40 del pasado siglo, nuestros padres emigraron del pequeño rincón de Tierra de Campos en que vivían, Quintanilla del Olmo, para buscar en Madrid, una gran ciudad, un futuro más alentador. Era la misma aventura que afrontaron entonces miles de españoles, acuciados por las penurias de un país que apenas había salido unos años antes de una guerra civil.
Al poco de llegar a Madrid fuimos naciendo sus hijos: primero Armando y después Elena. Por aquel entonces la vida era una aventura, y más para quienes daban el salto desde un pequeño pueblo agrícola hasta la capital del Estado, y, sin embargo, nuestros padres la afrontaron con una encomiable obsesión: construirse un futuro en el que ni ellos ni sus hijos tuvieran que padecer las privaciones que habían dejado atrás; que no nos faltaran una buena alimentación, comodidades o estudios. Y no nos faltaron. Pese a los escasos recursos de que entonces disponían, haciendo juegos malabares (pluriempleo), nos fueron proporcionando un futuro digno.
Poco a poco, con mucho esfuerzo y voluntad, progresaron y nosotros con ellos. Eliseo aprendió electrónica por correspondencia mientras ejercía como conserje, y gracias a ello pudo emplearse tiempo después como técnico en una multinacional. Pero también Antonia, nuestra madre, puso su granito de arena para ayudar a la economía familiar llevando una pequeña mercería-droguería en el barrio de Prosperidad, al tiempo que ejercía de ama de casa y cuidaba a los hijos: el eterno sobreesfuerzo de tantas mujeres tan poco reconocido.
Mientras tanto, nosotros crecíamos felices: estudiábamos, jugábamos con los chicos del barrio, y nos íbamos haciendo adolescentes mientras escuchábamos al Dúo Dinámico, a los Brincos, y más tarde a los Beatles y a los Rolling. Tiempo después nuestro padre pudo comprar un flamante Seat 600, en el que, incomprensiblemente, cabíamos toda la familia y algunas maletas.
Con el 600 empezamos a disfrutar de los viajes, modestos, pero que nos permitieron conocer el mar, ir de vez en cuando al pueblo a ver a la familia, o pasar el domingo en el campo. Un auténtico lujo.
Más adelante, nosotros, sus hijos, empezamos a construir nuestras propias vidas. Acabamos nuestros estudios, encontramos trabajo y pareja, nos independizamos; o quizá fueron ellos los que se independizaron por fin de nosotros, y entonces pudieron viajar más, comprarse una casita en el campo, disfrutar de la vida.
Después, nosotros también tuvimos hijos, y esa sí que fue una recompensa especial para ellos: disfrutar de sus nietos ha debido ser, con mucho, de las mayores satisfacciones de su vida; las fotografías y el recuerdo lo atestiguan. Eliseo y Antonia pasaron a ser entonces unos más de esos abuelos abnegados que te echan una mano para quedarse con los nietos en tantas ocasiones como hiciera falta, y encantados además. Y no solo con los nietos, porque también nos siguieron echando alguna que otra mano generosa para que nuestras vidas fueran más fáciles.
Tuvimos desencuentros también, los propios de generaciones que ven el mundo de distinta manera como en cualquier familia que se precie. Y así las cosas, unos y otros nos fuimos haciendo mayores; ellos se jubilaron y nosotros seguimos trabajando y viendo crecer a nuestros hijos, y gestionando mal que bien nuestros propios conflictos con ellos, con nuestros hijos.
Hasta que llegó un momento en que nuestros padres empezaron a mostrar la fragilidad a que está sujeto el ser humano. Antonia sufrió una depresión que le robó el ánimo de vivir - con lo animosa que ella había sido siempre -, que tras algunas recuperaciones y recaídas desembocó al cabo del tiempo en Alzhéimer: esa extraña enfermedad en la que uno se acaba perdiendo en la nada, como si nunca hubiera existido, y son los demás quienes atestiguan por nosotros con sus recuerdos.
Y tiempo después fue Eliseo el que sufrió los embates de la enfermedad, cuando su corazón empezó a resentirse de tantos años de esfuerzos, a los que se sumaban los de acompañar a Antonia en su padecimiento. Entramos en un tiempo difícil para todos: para los que sufren directamente los efectos de la enfermedad, y ven como sus vidas se hacen cada vez más precarias, y para los que les acompañamos en ese camino y sufrimos con ellos por su dolor y nuestra impotencia.
Es el tiempo en que a los hijos nos toca asumir el cuidado y la atención de los padres: acompañarles al médico, visitas a urgencias, hospitalizaciones, o ayudarles a llevar el día a día de sus propias vidas, buscando al final la ayuda de terceras persona que, mejor o peor, les facilitaran la vida en su propia casa. Es un tiempo en el que toca poner en juego todo el cariño y la paciencia del mundo, y mucha empatía, porque no resulta fácil gestionar al tiempo su vida y la nuestra.
Afortunadamente, los hijos de Antonia y Eliseo hemos tenido la suerte de entendernos bien entre nosotros, de apoyarnos en los peores momentos, de querernos, y eso ayuda mucho a llevar las cosas con acierto y el mejor ánimo. Porque más adelante llegó la hora de tomar las decisiones difíciles. La primera que dejaran su casa para buscar un lugar en el que pudieran recibir los cuidados que su situación requería, y ser atendidos por verdaderos profesionales. No fue fácil, dejar la casa de uno siempre es un desgarro y más cuando se hace para siempre. Fue el tiempo del apoyo, de la comprensión, del afecto, de la ternura, para que el tránsito fuera soportable.
Tuvimos el acierto de encontrar el lugar y las personas adecuadas en la Residencia de Ntra. Sra. de la Soledad y del Carmen, y el cambio en la vida de nuestros padres, y en la nuestra, fue total: competencia, dedicación, confianza, seguridad, cariño. La residencia pasó a ser “su casa”, así la consideraba nuestro padre poco antes de morir. También en parte ha sido la nuestra, porque en ella hemos pasado más de un rato acompañando a nuestros padres o asistiendo a alguno de los eventos que organizaban. Nuestra madre, más allá de alguna que otra rabieta propia de su enfermedad, también era feliz a su modo. Gracias a todos ellos.
Desgraciadamente, cuando Eliseo empezaba a encontrar su sitio, a sentirse parte de aquella familia y, animado por unos y otros, empezaba a escribir un pequeño relato de su propia vida, una neumonía agravada con sus problemas de corazón acabó con su vida. Dos años y medio después, cuando nos parecía que la enfermedad de Antonia aún tenía un largo recorrido, las cosas se precipitaron y en apenas tres meses su situación se deterioró en extremo: dejó de comer. ¡Hay que ver! con el buen apetito que siempre tuvo.
Pero aún tuvimos los hijos que tomar la última decisión, la más difícil de todas: permitir que nuestra madre siguiera viviendo de modo artificial o dejar a la naturaleza seguir su curso y que todo acabara. Nosotros, por respeto a ella y a nosotros mismos, optamos por no prolongar su vida de ese modo.
Creemos que la vida de nuestros padres ha sido buena, esforzada pero buena en general. Llegaron a vivir como nunca pensaron que lo iban a hacer cuando salieron del pueblo. Nos vieron crecer a nosotros, hacernos gente de bien; vieron crecer a sus nietos, los disfrutaron. A unos y a otros nos han querido, y solo en los últimos años las circunstancias han puesto su desgraciado contrapunto.
Nos quedamos con los buenos recuerdos, los que merecen la pena, los que nos hacen creer que nuestras vidas y las suyas tienen sentido. Descansen en paz.
Armando y Elena.
Eliseo Bogónez ingresó en la Residencia Ntra. Sra. de la Soledad y del Carmenel 1 de diciembre de 2010. Falleció el 21 de enero de 2012 a los 86 años.
Antonia Peláez ingresó en la Residencia Ntra. Sra. de la Soledad y del Carmen el 1 de diciembre de de 2010. Falleció el 31 de agosto de 2014 a los 89 años.