¡Hola, mamá! Son las 5.30 de la tarde y aquí estoy cumpliendo el ritual de los últimos cinco años. No, no he bajado a la Residencia. He entrado allí tres veces desde que tú te fuiste y he sentido unos escalofríos extraños, una sensación de vacío existencial, que me encoge el alma. Así que, como ahora te tengo continuamente a mi lado, aprovecho esta soledad de mi estudio para comentarte alguna de tantas y tantas cosas que, por una u otra circunstancia, fui aplazando, inconsciente de la fugacidad del tiempo que nos envuelve.
Miro por la ventana, penetrando las nubes, y te veo en tu salsa, percibo la sonrisa limpia y clara de quien acaba de conseguir un sueño, y se ve acompañada de todos aquellos que con su desaparición inesperada fueron convirtiendo tu existencia en una muerte troceada, suma de aflicciones y penas desgarradoras, levantando actas parciales de defunción el día a día de tu existencia, hasta el apagamiento lento y pausado del último 12 de mayo.
Tú empezaste a despreciar este mundo de lágrimas y a desear otro mejor desde el instante mismo en que tu madre te dejó con apenas un año y tuvieron que acogerte las tías Teresa y Micaela hasta cumplir los cuatro; desde los sobresaltos de la guerra; desde que se fueron tus hermanas Valeria y María, en la veintena, dejándoos 6 hijos que hubo que repartir por la familia; y desde que se fueron tu sobrino-ahijado Paquito (antes de llegar a los 20), tio Baldomero (idem), la abuela Piadosa, el abuelo Francisco, tía y abuela-real Aurora, etc.
No es que yo crea que nunca sonriese tu alma. Me consta que sí. Pero fueron fogonazos sueltos, muy contados, impregnados de esa sangre envenenada.
Definitivamente, la mitad de tu corazón voló hacia ese mundo de estrellas aquel fatídico atardecer del 13 de octubre de 1974 cuando el sol se coló en la cabina de una furgoneta cargada de frutas y verduras, oyéndose en la puerta de casa unos golpes que helaron para siempre la sangre. Otra vez la naturaleza invertía sus ritmos y tu hijo mediano de 26 años descargaba su juventud sobre un anochecer precipitado. Ese oscuro y traidor sentimiento, que entró de repente en tu vida, se quedó para siempre instalado en lo profundo de tu alma, matando cada minuto de posible ilusión. Ni siquiera la nieta que te regaló con 10 meses y la que nacería mes y medio después, compensarían ese roer ratonero del rencor de una muerte atropellada, injusta, inexplicable, pegajosa.
Sólo tu fe en Dios y en ese más-allá que ahora has logrado, te hicieron convivir día a día con esa pérfida intrusa, que ahora te ha liberado de toda pena.
Hoy te veo a través de las nubes ahí arriba, feliz en el regazo de Dios, que espero te haya hecho comprender el sentido de tanto sufrimiento, y flanqueada por hermano, por papá, que estaba todavía en la puerta, recién llegado, con el fin de cogerte de la mano y unirte a todos los que él sabía que tanto te habían hecho sufrir aquí abajo para ahora disfrutarlos eternamente.
Mamá, yo soy feliz al verte sonreír. Pero no lo seré del todo hasta que te exprese verbalmente algunos de los incontables agradecimientos que forman la textura de mi corazón.
Gracias por darme el ser, aunque este mundo, a veces…., sea enjambre de desconsuelo. Gracias por aquellos bocados que quitabas de tu boca y los ponías en las nuestras, infantiles aún, porque no había más que repartir. Gracias por educarnos con tu ejemplo, con tus hechos, por delante de los sabios consejos que también nos regalabas. Por los sacrificios y el exceso de trabajo que te echabas a las espaldas, con tal de que nosotros no faltásemos a una hora de escuela –costumbre arraigada entonces en la mayoría de las familias-. Gracias por elegir el sufrimiento de dejarnos partir lejos de tus brazos para poder estudiar, para forjarnos un futuro mejor, que sólo a nosotros beneficiaría, mientras que abría un socavón en tu felicidad. Y por enseñarme a leer, antes de meternos en la cama, después de na día –todos eran igual- de comidas, de plancha, de alimentar animales, de guardar las ovejas, de lavar -¡Dios mío!- en una pila de piedra en Llamalfornos,-¿recuerdas…? ahí no existe el Alzheimer, ¿verdad?- a unos 500 metros de nuestra casa, cargando con el balde de ropa sobre tu cabeza y tirando con alguno de nosotros, como podías, para arriba y para abajo; y la tienda, y el bar, y el zurcido de calcetines hasta las tantas, mientras nosotros dormíamos ya…Hoy me pregunto cómo lo hiciste sin reventar.
Gracias por hacernos unos “hombres de provecho” -cómo me gustaba esta frase!- y respetar siempre nuestras decisiones. Decisiones que implican una responsabilidad para la que nos preparaste.
Gracias, mamá, por todo. Repártelas con papá. A él ya se las di. También dile de mi parte que ayer en la Residencia tuvieron patatas con costilletas para comer, bueno…, como decía él, “patatas con olor a costilletas…!”
Aquí todo sigue igual. Bueno… casi igual: yo os echo un poco de menos… cuando me olvido de mirar al cielo. Sobre todo…, a las 5.30 de cada tarde. ¡Un beso y a-Diós!
Baldo Llamas Rodríguez
29 de mayo de 2014.
(Publicado en La Nueva Guía Informativa, nº 133, Junio 2014)
Celia Rodríguez ingresó en la Residencia de Ntra. Sra. de la Soledad y del Carmen el 31 de diciembre de 2009 y falleció el 12 de mayo de 2014 a los 92 años.